La cita es sobre la avenida Caseros, a metros del Parque Lezama, una de las zonas del sur porteño con gran movida, que se ha convertido en un polo de la buena cocina, con restaurantes y bares de vanguardia. Construcciones puestas en valor que rescatan su status patrimonial y una coqueta calle adoquinada con un boulevard con farolas en el medio le confieren a ese rincón de Buenos Aires una atmósfera que rescata lo fundacional de la ciudad con reminiscencias parisinas. Lo vintage entreverado con la estética cool. Jóvenes profesionales, artistas, periodistas, e intelectuales le dan vida a estas dos cuadras lindantes con Constitución y La Boca. Algo así como los confines de San Telmo que se confunden con Barracas.

Nápoles es un espacio desmesuradamente grande. Traspasar su portón es ingresar en una dimensión diferente. En la entrada misma, una suerte de almacén de época, con sus balanzas y cortadoras de fiambres, da la bienvenida. Más allá, grandes mostradores, hornos y vitrinas del siglo pasado. En un lateral, la barra de tragos fusiona un espíritu joven con estética antigua. Y los objetos, las grandes estrellas de la casa, emergiendo en cada rincón. Un buen trago, un plato tradicional de pastashuta y el arte estallando por todos lados. Plan irresistible.

Caballos de calesita, candelabros, estatuas, mesas de dimensiones descomunales, réplicas de barcos en escala importante, bibliotecas, joyas de ebanistería y vírgenes conforman una colección tan atractiva como variopinta. Acá no se dan tarjetas con la dirección y el teléfono sino estampitas de diseño con las imágenes de Gilda, Rodrigo, y El Gauchito gil. Religiosamente pagano.

El espíritu del lugar está más cerca de la canzonetta italiana que de los tangos de esa zona que fuera de arrabales, pero si algo específica a este Nápoles porteño es la imposibilidad de clasificarlo. Lo define la indefinición. Recorrer todo el espacio implica varios minutos. Y si se hace con esmero detallista, puede ocupar algunas horas. El paseo se convierte en un ritual. Mención especial merecen los automóviles antiguos, los sidecares y las Maserati en perfecto estado de conservación que se desparraman de una punta a la otra del lugar y son verdaderos objetos de culto.

«Tengo una situación personal, una tara muy grande con los objetos. Mi hacer siempre estuvo vinculado a eso», reconoce Gabriel del Campo casi como buceando en cierta patología. «La estética es otro problema que me acompaña desde siempre». El creador de Nápoles es un personaje que merece ser conocido. Tiene 57 años y hace treinta se inició en la pasión por el coleccionismo y la acumulación de objetos que devino en su profesión de anticuario. «Todo comenzó con el incentivo de querer seguir comprando lo que me gustaba. Como el ojo se va educando, a medida que pasa el tiempo me interesa lo más caro. Además, cuando un objeto te va despertando pasión, es muy difícil que te quedes con uno solo. En general, los coleccionistas somos compulsivos, pero gran parte de ese mundo está terminándose porque la gente perdió el afán de sistematizar. Antes se buscaba completar la colección de una misma cosa. Hoy, el que tiene necesidad de comprar está mucho más ligado por lo que les provoca cada pieza. Quizás se tiene una araña francesa de cristal, una obra de arte contemporáneo, una moto, un auto a pedal de juguete, un mueble del siglo XVlll y todo convive. Ahora el coleccionista es ecléctico en cuanto a lo que elige y a la emoción», explica del Campo definiendo la dinámica actual. Más allá del público general, Nápoles es una parada obligada para los especialistas.

El profesional habla de emoción y eso es lo que le confiere valor agregado a Nápoles. Recorrerlo implica reencontrarse con la historia. De aquí y de allá. Hay objetos de todos lados esperando para ser apreciados mientras se degusta un plato o se toma un buen trago. «Los seres humanos valoramos mucho la vibración que nos provoca la intervención del arte en nuestras vidas, pero no dimensionamos qué nos sucede ante los objetos. Vamos por la playa, juntamos una maderita agrisada por el mar y eso nos da una emoción individual. El objeto tiene una vida que va más allá de todo porque transmite algo. Es un viaje en sí mismo», grafica el inquieto emprendedor criado junto a su abuela en una casona de Caballito y educado en el Colegio Champagnat. Lejos de lo que puede suponerse, no proviene de una familia de coleccionistas: «Soy de clase media, y no tengo ningún título universitario a pesar de haber cursado Abogacía, Filosofía y Letras, Arquitectura y Administración de Empresas», dice este exótico personaje padre de tres hijos al quien no para de sonarle el teléfono con consultas. Sin el diploma colgado en la pared, cada una de las disciplinas académicas que emprendió hoy se ven volcadas, de una forma u otra, en este emprendimiento diferente.
Gabriel del Campo, en su primera visita a Nápoles, quedó subyugado por una ciudad en la que el orden y la discreción son mala palabra. Urbe caótica y en ebullición como el volcán sobre el que descansa. Algo de esa atmósfera le imprimió a este espacio inaugurado hace nueve meses en lo que era uno de sus depósitos de antigüedades. El edificio, con paredes y techos con ladrillos históricos a la vista, fue originalmente un sitio de bauleras que del Campo convirtió en su propio depósito. Uno de los tantos que posee.

Nápoles es un lugar ideal para ir con amigos. Durante el día, la atmósfera cansina invade el espacioso refugio y permite visualizar en detalle cada obra de arte, vehículo o mobiliario exhibido, mientras la música de Pink Martini o de un grupo de cumbia local acompaña de fondo. Todo vale. Por la noche, y sobre todo los fines de semana, la cosa se pone multitudinaria. Un clima festivo se apodera del lugar

«Todo arrancó como un speakeasy. Había armado un almacén adelante, dónde teníamos fiambres italianos y la máquina de cortar manual, y se abría una puerta que daba a un lugar con 20 mesas. A los dos meses había cola en la calle. Como me daba pudor que la gente esperara en la vereda, nos fuimos ampliando», explica del Campo.

Cuando el lugar explota, la música se confunde con las charlas a viva voz, los perros (otra pasión del dueño de casa) se pasean sin pedir permiso, algunos comensales se agrupan en los livings improvisados y hasta se puede ver gente sentada en alguna Maserati comiendo pasta. Bullicioso, descontrolado. Nápoles remite a la emblemática ciudad. Una atmósfera traspolada de la otra. «Me gusta recibir, por eso abrí el restó. El mundo del anticuario es muy estático y, en general, se siente pudor por mostrar. Yo soy uno de los pocos que trabaja con la puerta abierta. Mi modalidad implica que la gente toca todo, se le caen cosas, enganchan el cochecito del bebé en un mueble de época, pero no me importa. Cada tanto, alguien te dice gracias porque le permitiste entrar y tocar objetos que nunca antes habíamos visto. Esto no es un museo ni una exposición. Es cierto que las cosas se deterioran o rompen, pero no es lo importante. Eso sucede en mi local de San Telmo y aquí en Nápoles», dice el anticuario acerca de la única consigna del espacio: prohibido no tocar. Todo lo exhibido se puede comprar, incluso las prendas de la marca Red Baron que el dueño creó en Los Ángeles en la década del ´90. No hay leyes en esta Nápoles local.

Crédito: Pablo Mascareño para La Nacion web del 28 de enero de 2018